El acuerdo de la Cumbre de París celebrada el pasado mes de diciembre a pesar de todas sus limitaciones -que son muchas- supone un hito en la toma de conciencia por parte de la comunidad internacional de la importancia del reto al que nos enfrentamos como humanidad ante el Cambio Climático. Toma de conciencia sí, a tenor de los discursos de casi todos los representantes de los países presentes, prácticamente todas las naciones. Conclusiones adecuadas para evitar que la temperatura media del planeta aumente más de 1,5 grados, pues no.
Esa es la historia de las últimas décadas en la relación entre medio ambiente y política, característica que se agudiza si circunscribimos el análisis al ámbito de la energía: los discursos van por un lado, la acción política va por otro. Hay y ha habido muchos ejemplos que hacen bueno aquel eslogan de Greenpeace para la Cumbre de Copenhague: “los políticos hablan, los líderes actúan”. La conclusión, la podemos anticipar desde ya: no hay líderes en este sentido ni a nivel mundial ni mucho menos en nuestro país.
El tema es que, por un lado, tenemos a la comunidad científica internacional, prácticamente unánime, cohesionada en torno al Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC en sus siglas en inglés) afirmando, como lo hicieron al presentar las conclusiones del V Informe de Evaluación en noviembre de 2014, que “si no se le pone freno, el Cambio Climático hará que aumente la probabilidad de impactos graves, generalizados e irreversibles en las personas y los ecosistemas”. Lo de -repito- “cambios graves, generalizados e irreversibles en las personas” rubricado por más de cinco mil científicos se explica porque “la atmósfera y el océano se han calentado, los volúmenes de nieve y hielo han disminuido, el nivel del mar se ha elevado y las concentraciones de dióxido de carbono han aumentado hasta niveles sin precedentes desde hace, por lo menos, 800.000 años”.
No es el único problema medioambiental que tiene carácter global, también lo son la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de recursos o la contaminación de nuestras urbes, por no hacer una relación muy extensa. No cabe duda que, analizando la dimensión y trascendencia de cada uno, el calentamiento global es más importante que el control del déficit público, la reválida de sexto de Primaria, incluso que la lamentable lacra de la corrupción. Sin embargo, eso casi no está en la agenda de los políticos. Hace ocho años un ilusionado y joven Barak Obama quiso coger esa bandera y en poco tiempo la feroz reacción de los lobbies energéticos —no solo de estos, pero sí principalmente— le quitó la idea de la cabeza.
La posibilidad de que un gobierno de los Estados Unidos protagonizara la lucha contra el Cambio Climático desató una ofensiva sin precedentes que describe perfectamente Naomi Klein en su esclarecedora obra “Esto lo cambia todo” que lleva un elocuente subtítulo: “El capitalismo contra el clima”. Las grandes corporaciones energéticas desplegaron todos sus medios, que son muchos, para disuadir al inquilino de la Casa Blanca conscientes de que la lucha con el cambio climático pasa en gran medida por el fin de su negocio.
Efectivamente entre las causas del Cambio Climático los científicos citan siempre: La combustión de carbón, petróleo y gas que produce dióxido de carbono y óxido nitroso; la tala de selvas tropicales (deforestación); el desarrollo de la ganadería, las vacas y las ovejas producen gran cantidad de metano durante la digestión; los fertilizantes con nitrógeno producen emisiones de óxido nitroso; y los gases fluorados que causan un potente efecto de calentamiento, hasta 23.000 veces superior al producido por el CO2, aunque su emisión se ha reducido notablemente.
Efectivamente, el modelo energético actual, basado en la combustión de petróleo, gas y carbón, es señalado casi siempre como el primer responsable del calentamiento global, aunque cuantitativamente están a la par las emisiones de metano que causa nuestra dieta carnívora, con las consiguientes explotaciones industriales. La vinculación de la energía con el medioambiente no se limita a los efectos del Cambio Climático, sino que también está vinculado fundamentalmente a la contaminación en torno a grandes centrales térmicas o a las emisiones en transporte u obtención de calor en grandes aglomeraciones urbanas. El dichoso diésel de más de la mitad de nuestro parque automovilístico contribuye decisivamente a hacer irrespirable el aire de nuestras ciudades.
Tenemos, pues, al modelo energético fósil en el punto de mira. No es un capricho, no es una opción ideológica, es para la lógica una cuestión de supervivencia. Tampoco es una moda. A finales del siglo XIX un físico sueco, Svante August Arrhenius, advertía que la quema de carbón acabaría provocando un aumento de las temperaturas del planeta, aunque él hablaba de un plazo de miles de años. Durante la segunda mitad del siglo XX los científicos empezaron a advertir de que el proceso de calentamiento se estaba iniciando con informes que acababan en el cajón de los políticos como el que recibió el presidente Lyndon B. Johnson en la década de los sesenta y que ha resultado sesenta años después tan acertado como ignorado. Solo los ecologistas dieron eco a estos mensajes especialmente a partir del último tercio del siglo XX mientras la sociedad les daba la espalda.
Bien es verdad que nuestra clase política no ha sentido nunca la presión social para apostar por el medio ambiente. Difícilmente lo iban a hacer si los medios de comunicación lo han tratado tradicionalmente como un tema tangencial, algo exótico que daba para reportajes llamativos de vez en cuando.
Como alternativa a ese modelo basado en la combustión de lo que la tierra ha guardado en sus entrañas decenas de miles de años surge la reivindicación de las energías renovables que no es otra cosa que el desarrollo de nuevas tecnologías para aprovechar los recursos naturales con los que el ser humano se ha dotado de energía desde que anda a dos patas: el sol, el viento, el agua, la biomasa, etc. Solo se promocionan en principio desde una consideración medioambiental a la que se le añade coyunturalmente (la fiebre duró poco tiempo) el efecto de la crisis del petróleo de los años setenta que sorprende a los países más desarrollados al disparárseles el precio de un elemento central de su mecanismo de desarrollo como lo era y es el barril de petróleo.
Pero a los políticos el susto no les duró más que para poner en marcha tímidos proyectos piloto, abrir ciertas vías de investigación y algunas espitas en un marco normativo de la energía pensado y diseñado a medida del modelo fósil con el añadido de la energía nuclear.
Hoy, volvemos al principio, la Cumbre de París ha marcado la senda inexorable de abandono del petróleo, gas y carbón y consagrado la vía de las energías renovables. Pero, una vez más, vamos a encontrarnos con la cruda realidad que separa los discursos de la acción política. Y ello a pesar de que a la necesidad medioambiental de sustituir unas tecnologías “sucias” por unas “limpias” o al menos “significativamente más limpias” se unen la posibilidad tecnológica de llevarlo a cabo (siempre de la mano de políticas de ahorro y eficiencia) y, sobre todo, de la viabilidad económica por el espectacular descenso del coste de las tecnologías renovables.
La regulación del sector energético en nuestro país se ha hecho a medida de las grandes corporaciones, el criterio medioambiental ha brillado por su ausencia y cuando se ha usado en la exposición de motivos de una ley o real decreto se ha anulado inmediatamente en el articulado de la norma.
Hasta ahora imperaba el mantra del sector convencional: “las renovables son caras”, como si baratas van a ser las consecuencias del tsunami del calentamiento global. “Las renovables son un lujo que no nos podemos permitir” advertían los dirigentes de las grandes corporaciones energéticas cuando comprobaron que estas otrora alternativas (concepto que las mantenía aparcadas en el futuro) se habían convertido en competitivas. Lo que supone el descenso del coste de inversión de la fotovoltaica en más de un setenta por ciento en los últimos siete años constituye una revolución de la que todavía no somos suficientemente conscientes.
Tradicionalmente los políticos han sido más sensibles —lo suyo sería decir exclusivamente receptivos— a los argumentos de las grandes corporaciones energéticas que primero han negado el problema principal, luego han intentado (con éxito) aplazar en el tiempo la implantación de la competencia que surgía y, finalmente, se han lanzado a una campaña de descrédito de los intrusos que querían ocupar su puesto.
Bien es verdad que nuestra clase política no ha sentido nunca la presión social para apostar por el medio ambiente. Difícilmente lo iban a hacer si los medios de comunicación lo han tratado tradicionalmente como un tema tangencial, algo exótico que daba para reportajes llamativos de vez en cuando. Y, además, una realidad incuestionable: el medioambiente no se anuncia en los periódicos y medios audiovisuales y las corporaciones energéticas sí.
Como ejemplo de que esta incómoda convivencia del trío energía, medioambiente y política se ha decantado por la estrecha relación entre políticos y energéticas y dejado de lado al respeto al medio ambiente no se puede dejar de hablar del fenómeno de las puertas giratorias. De la treintena de políticos de los últimos gobiernos que han pasado a trabajar (bueno, a estar en nómina para ser más exactos) en importantes empresas el noventa por ciento de ellos lo han hecho en energéticas, empezando por dos expresidentes: Felipe González en Gas Natural y José María Aznar en Endesa.
La regulación del sector energético en nuestro país se ha hecho a medida de las grandes corporaciones, el criterio medioambiental ha brillado por su ausencia y cuando se ha usado en la exposición de motivos de una ley o real decreto se ha anulado inmediatamente en el articulado de la norma. Criterios económicos, defensa del rating de esas grandes corporaciones manteniendo sus desmesurados beneficios (que doblan el margen de las grandes compañías europeas) han sido los principios inspiradores de nuestro marco legal energético. Así ha sido siempre y también en los últimos tiempos. Desde la ofensiva para frenar el desarrollo de las renovables iniciada en 2007 por el “liberal” ministro de Industria del segundo Gobierno Zapatero, Miguel Sebastián, hasta el RD 900/2015 del Gobierno Rajoy días antes de las elecciones del 20 de diciembre que hace prácticamente imposible a los ciudadanos el autoconsumo (a pesar que podría resultarles mucho más barato) han sido nueve años de BOE al servicio del negocio convencional para retrasar el desarrollo de las renovables que están protagonizando sin embargo los países de nuestro entorno, incluidos los gobiernos de los “peligrosos ecologistas” Merkel y Cameron.
Esta paradoja, que dos gobiernos conservadores que han propiciado un importante desarrollo renovable —seguramente más por criterios económicos que medioambientales, pero…—, da pie a analizar si este incómodo trío (energía, medioambiente y política) funciona de forma distinta según el color de los partidos que gobiernan. En la primera parte, en la de los discursos, obviamente sí. La izquierda no tiene un primo que niegue el cambio climático para marcar el rumbo de un gobierno del PP. Tradicionalmente, no es que los partidos de izquierda hayan abrazado con entusiasmo las tesis ecologistas, pero sí que el mundo ecologista se ha nutrido en general, siempre hay excepciones, de gente procedente o próxima a la izquierda política.
Pero tampoco la izquierda le es fiel al ciento por cien al medioambiente. Un ejemplo muy claro es el tema del carbón. Seguir quemando carbón, cuando sabemos su tremendo impacto en emisiones de gases de efecto invernadero, es un verdadero disparate y más si hablamos del nacional que además de caro es más contaminante que el importado. Los partidos de izquierda no han roto el tabú. La minería se defiende pese a que cualquier alternativa social para los mineros sería más económica que la subvención a la quema del mineral (que sólo beneficia a cuatro empresarios) y no digamos para nuestro entorno. Aquí entra en acción no solo la defensa de los 4.000 puestos de trabajo (se han perdido en los últimos años 60.000 empleos en renovables y nadie ha dicho nada) sino al equilibrio de poderes entre sindicatos y partidos. En el caso del PSOE cada promesa electoral de apuesta inequívoca por las renovables se traiciona a mitad de legislatura con una concesión a la prórroga de la actividad minera. Izquierda Unida lo ha tenido muy claro y ha dado la espalda desde siempre a considerar en primer lugar los criterios medioambientales. El mismo camino ha seguido Podemos que en su programa electoral de diciembre no contaba con el carbón y ha cedido a la primera votando a favor de unos disparatados (desde criterios ambientales) beneficios fiscales a la quema de carbón a iniciativa de una diputada procedente de las cuencas asturianas. Toda la apuesta de Podemos en su programa electoral en favor de la lucha contra el Cambio Climático y las energías renovables, que mereció el elogio de la Fundación Renovables, se diluyó en un instante apelando al alma obrerista de la nueva formación, para desesperación de su socio ecologista Equo.
Sí, definitivamente, energía, medioambiente y cambio climático forman un trío muy incómodo.