Cuando se pone en marcha una revista como esta pese a la situación de la economía, pese a la crisis generalizada en todos los sectores, pese a ser más acentuada esa crisis en el energético y no digamos en el ámbito de las energías renovables, pese a la caída de la demanda energética, y pese a tantos otros factores, cabe pensar que la audacia de sus promotores -a los que desde la Fundación Renovables deseamos todo el éxito posible- responde en realidad a la constatación de que la energía es en nuestra sociedad un elemento central y que, como tal, requiere una atención y seguimiento permanente sean cuales sean los factores de contorno. En efecto, la energía es un bien esencial, no en si mismo sino para proporcionarnos toda una serie de servicios que nos permiten, por ejemplo, el desarrollo industrial, el transporte o el confort en tantos aspectos de nuestra vida diaria.
Pero resulta que tenemos un modelo energético basado fundamentalmente en la combustión de petróleo, gas y carbón, con el soporte en buena parte del mundo de la energía nuclear desde hace cincuenta años, que se ha revelado insostenible y que está en el origen de los principales problemas a los que se enfrenta la humanidad. Las emisiones producidas por la combustión de esos recursos fósiles contribuyen decisivamente al cambio climático que pone en riesgo las condiciones actuales de vida en el planeta como viene advirtiendo con rotundidad creciente la comunidad científica, clamor al que los dirigentes mundiales siguen haciendo oídos sordos. Este modelo energético es también el causante de buena parte de las tensiones internacionales y de numerosos conflictos en los que únicamente existía o existe el afán por controlar el acceso a los recursos energéticos muy irregularmente distribuidos por el mundo. Este modelo, precisamente porque solo un puñado de países controla la mayor parte de esos recursos fósiles, supone una gran inestabilidad para nuestras economías pues son otros los que fijan unos precios cuya principal característica es su volatilidad pero con una marcada tendencia al alza. Este modelo además ha dejado fuera a una buena parte de la humanidad del desarrollo y acceso al confort que solo tenemos garantizado plenamente cerca de 2.000 millones de habitantes mientras que el resto o no tienen acceso o lo tienen de forma precaria. Un modelo que en ningún caso debería ser exportable a los países en desarrollo para responder a las legítimas aspiraciones de esas poblaciones pues agravarán como lo están haciendo ya, los factores de insostenibilidad que acabo de mencionar.
Sobre este diagnóstico existe un amplio consenso, incluso puede encontrarse ampliamente documentado en las memorias de responsabilidad social de las empresas que son responsables de esta situación, en los sesudos estudios de las grandes firmas de consultoría, en los análisis de los organismos internacionales, en las exposiciones de motivos de las normas que se aplican al sector o en los discursos de buenas intenciones de los políticos. El problema está en las recetas. La trágica paradoja está en la escasa coherencia de las respuestas a este diagnóstico. Lo lamentable es la complacencia de nuestros políticos, la fuerza de los que en defensa de sus intereses presionan para mantener el status quo actual pese a admitir los síntomas del enfermo. Somos conscientes de que la “energía de hoy” no puede ser la de mañana pero no actuamos en consecuencia.
Esa incoherencia alcanza el grado superlativo en nuestro país en el que buena parte de los problemas señalados se agudizan, empezando por el nivel de dependencia energética del exterior que es el más elevado de la Unión Europea (si contabilizamos, como deberían hacerlo las estadísticas oficiales, la generación nuclear obtenida de la combustión de un uranio que importamos al cien por cien) y que nos supone una factura anual en importaciones de 50.000 millones de euros. Una incoherencia que se agrava por la marcha atrás que este y el anterior gobierno han aplicado al desarrollo de las renovables destruyendo un tejido industrial, una posición de liderazgo tecnológico que por primera vez nos situaba en la vanguardia de unos de los sectores de futuro. La excusa para este giro son las tensiones existentes en nuestro sistema eléctrico a las que son ajenas las tecnologías renovables aunque una bien orquestada e interesada campaña las quiera señalar como responsables del déficit de tarifa o del exceso de capacidad. En realidad, en el origen de estas tensiones está el tremendo error estratégico de las compañías que han puesto en marcha en diez años 27.000 MW de ciclos combinados que queman gas que tenemos que importar y que producen emisiones de gases de efecto invernadero, es decir que inciden en los problemas de este insostenible modelo energético. Lo más indignante es que el discurso de esas compañías encontraremos siempre referencias a la necesidad de reducir emisiones y nuestra dependencia energética. Es la fiel caricatura de esa disfunción.
La energía de hoy debe ser lo más pronto posible la energía de mañana. Si somos conscientes de que este modelo es insostenible no podemos perder ni un minuto más en actuar para cambiarlo, no podemos mantenerlo porque unos pocos tengan los mecanismos para confundir a la opinión pública o para lograr que los políticos antepongan los intereses de las grandes corporaciones a los del conjunto de la sociedad.
La energía de hoy debe ser ya el ahorro, nuestra principal baza en política energética, la eficiencia, en la que nos queda un amplio trecho por recorrer, y las renovables que han demostrado su viabilidad tecnológica, que reducen día a día sus costes y que responden íntegramente a los desafíos medioambientales, estratégicos, económicos y sociales que plantea la energía. Esta es la receta coherente con el diagnóstico.